En el santuario sintoísta de Yasukuni, ubicado en Chiyoda, un barrio del centro de Tokio (Japón), reposan y se veneran las almas de 2.466.532 japoneses, coreanos y taiwaneses que dieron su vida por el emperador en los conflictos que ha librado Japón desde 1869, segundo año del reinado del emperador Meiji. En el altar hay una pequeña capilla con puertas de madera que guarda un sable y un espejo a los que han sido transferidas las almas de los caídos. Son dos objetos sagrados. Detrás, protegida por una pequeña construcción a prueba de fuego, está la Lista de las Ánimas con los nombre de los soldados fallecidos; entre ellos, 1.068 criminales de la Segunda Guerra Mundial y catorce criminales de clase A, altos cargos del Gobierno y del Ejército que tomaron las grandes decisiones durante la contienda. El alma de Hideki Tojo, primer ministro en 1941 cuando Japón atacó Pearl Harbor, también descansa en Yasukuni.
El santuario fue fundado en 1869, tras la guerra Boshin, contienda civil en la que nobles y jóvenes samuráis partidarios de la devolución del poder al emperador se enfrentaron al Gobierno de Tokugawa a causa del trato de favor que este dispensaba a los extranjeros y el proceso de apertura del país. Se impuso la facción imperial en una guerra que costó la vida de 3.500 soldados. El emperador Meiji (1866-1869) ordenó su construcción y lo visitó en 1874 para honrar a los caídos. El recinto recibió en un primer momento el nombre de Shokonsha, pero diez años después de su nacimiento, según se explica en su página web, fue rebautizado como Yasukuni por voluntad del citado emperador, que expresaba con el nuevo nombre su deseo de preservar la paz de la nación.
Con el paso de los años fueron añadiéndose a su Libro de las Almas los nombres de los militares muertos en las devastadoras guerras que marcarían la contemporaneidad nipona, las que el país del sol naciente libró contra Rusia y contra China, y la Segunda Guerra Mundial. Son en total casi dos millones y medio de espíritus a los que se pretende dar un lugar de residencia permanente de acuerdo a las creencias del sintoísmo.
«Este es un lugar de paz (…). En nuestra religión no hay diferencias entre amigos y enemigos (…). Aquí veneramos todas las almas con el mismo respeto y consideración», recalcó uno de los monjes del santuario a ABC allá por 2014 en referencia a la tormenta política que provoca en países como China o Corea del Sur cada visita u ofrenda de un político o primer ministro a este lugar sagrado. La última de ellas, la de Fumio Kishida este martes por segunda vez en lo que va de año. El 31 de enero de 1969 miembros del Gobierno y representantes del templo acordaron que los «kami» (espíritus) de los criminales de guerra eran también «susceptibles de ser honrados» en el templo, y aunque no hicieron pública la decisión, el 17 de octubre de 1978 los espíritus de los catorce criminales de guerra de clase A ejecutados por los aliados al término del conflicto fueron consagrados como mártires e incluidos de forma secreta en el Registro de Almas. Un hecho que, de vez en cuando, hace saltar por los aires la ira de chinos, surcoreanos o filipinos que ven en el santuario un recordatorio de la sangrienta ocupación japonesa que causó la muerte de veinte millones de sus compatriotas desde 1931 hasta 1945, y por ende, falta de arrepentimiento.
Según denuncian sus detractores, en el santuario se hace una reconstrucción del pasado que descarga de responsabilidad a Japón por aquella época negra de la historia, una mistificación para unos países que todavía recuerdan vivamente el coste que para ellos tuvo el expansionismo de su vecino. Pero lo más lacerante para Pekín y Seúl es el hecho de que entre los combatientes glorificados en Yasukuni figuren más de un millar de destacados criminales de guerra. Entre ellos destaca el nombre del general Hideki Tojo, responsable de la invasión japonesa del territorio chino de Manchuria y primer ministro y máximo mando militar japonés durante la Segunda Guerra Mundial. Es por este motivo que cada peregrinaje o rendición de tributos de una autoridad supone una grave ofensa para los países que más sufrieron durante la ocupación nipona.
La versión que el museo ofrece de dicha historia es, además de patriótica, poco o nada fidedigna en lo que respecta a la realidad. Junto a la exhibición de cañones, tanques, torpedos y un avión Zero japonés, los paneles informativos justifican la participación de Tokio en la segunda guerra mundial «por la amenaza del expansionismo de la Unión Soviética y por el boicot de materias primas impuesto por Estados Unidos».
Más tergiversadas aún están las salas dedicadas a la ocupación de China, denominada aquí como «incidente» porque «ninguna de las partes declaró la guerra a la otra». Así, el museo resume la famosa matanza de Nanjing, en la que murieron entre 140.000 y 300.000 chinos a manos de las tropas niponas, de la siguiente manera: «El general Matsue Iwane advirtió al comandante Tang Shegzhi que se rindiera, pero éste ignoró su orden. En su lugar, mandó a sus hombres a luchar hasta la muerte y huyó. Los chinos fueron derrotados con contundencia y sufrieron graves bajas. Dentro de la ciudad, los residentes siguieron viviendo en paz». Se trata de una «paz» que no parece haber llegado todavía al santuario de Yasukuni.